viernes, 20 de noviembre de 2015

Gigantes de Piedra

Hace un año se convocó por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Alicante el II Certamen de Narrativa Breve “Ciudad de Alicante”. El tema de esta edición giraba en torno a la Huerta: su Historia y sus Torres.

En junio se me comunicó que mi relato “Gigantes de Piedra” había resultado ganador de este certamen. Cumpliendo la premisa de las bases del certamen de no sobrepasar las 2.000 palabras, el hilo de la narración entrecruza el pasado y el presente de esta parte de nuestro patrimonio.

A la espera de su publicación por parte del Ayuntamiento de Alicante como se indica en las bases, he decidido compartirlo ya que está dedicado a la memoria de Antonio Campos y a su esfuerzo para que las Torres de la Huerta de Alicante ocupen el lugar que se merecen.

Espero que os guste.

Juan López Sala

Gigantes de Piedra


Puse la mano sobre la piedra y supe que mi vida iba a cambiar. Todavía rebotaban las palabras del viejo profesor en mi cabeza. Jubilado hacía unos años de una de esas profesiones que no admiten retiradas ni derrotas, uno lo es hasta el final y él era un claro ejemplo de ello.

El día había comenzado buscando una chaqueta en la mochila. Era una de esas mañanas de noviembre que invitan a protegerse de la pereza del termómetro por despertar. Después de las presentaciones de rigor, empezó el bombardeo de ubicaciones y nombres de sitios que íbamos a visitar. Todo empezó a darme vueltas. Tal cúmulo de información a esa hora de la madrugada para mí, para otros las 9 de la mañana, me sumió en una zozobra que me hizo preguntarme el porqué estaba allí. El recuerdo de pronto estalló en mi cabeza. El culpable lo tenía al lado, un amigo que estuvo a punto de dejar de serlo. Me había dicho que Alicante Cultura organizaba una ruta por las Torres de la Huerta y que podía ser interesante. Y allí estaba yo, intentando sobrevivir entre tantos nombres de torres: Boter, Águilas, Soto, Bosch, Ciprés... Sin darme cuenta me abracé a la tabla de salvación que se me ofrecía, el entusiasmo que transmitía el profesor que iba a ser nuestro guía, Antonio.

Avanzamos por un camino polvoriento, sigilosos, cansados, silenciosos. El capitán encabeza la columna. Sus gestos delatan su autoridad y su objetivo. Aprovechando la oscuridad de la noche habíamos desembarcado en la playa. El azar no jugaba esta mano. Todo lo susceptible de producir algún reflejo había sido oscurecido, envuelto, ennegrecido. Se trataba de evitar delatar a los guardas apostados en las atalayas de la costa lo que iba a suceder. A todos nos unía una obsesión, que la noche no se acabase por una almenara o toques de campana procedentes de alguna de las torres vigía, sobretodo de la más cercana, la del cabo de la Alcodra. La señal de rebato saltaría como un ascua. Propagaría el aviso a todas las torres refugio que jalonan la huerta, a las torres de defensa de Santa Faz y Mutxamel e incluso hasta a la ciudad de Alicante, que mandaría soldados a caballo para terminar con nuestro ataque y nuestras vidas.

Aquel día la fortuna era un compañero más y nadie tenía intención de ofenderla. Superado el primer escollo, temíamos que en cualquier instante apareciese un atajador. A la luz de un fuego, no había noche que no se contasen historias de incursiones frustradas por alguno de esos jinetes. Recorrían sendas y atajos para comprobar que todo estaba en orden y, en caso contrario, dar la señal de alarma. Esa misma noche hubiese jurado haber visto a más de uno. Cuando fijaba bien la mirada me daba cuenta que mi mente y mis temores evocaban figuras humanas en cualquier sombra que nos salía al paso. Un olivo se transformaba en un soldado a lomos de un caballo, una vid empuñaba una espada, un grupo de matorrales preparaba una emboscada…

Busqué en mi interior la fuerza necesaria para limpiar mi cabeza de todas esas imágenes y así evitar que mis piernas echasen a correr. Intenté concentrarme en las ganancias que íbamos a conseguir ese día. El plan era atacar todas las fincas que nos saliesen al paso con el fin de conseguir mercancías y esclavos. Sobretodo una, la marcada por un fanfarrón que trabajaba en esas tierras. Habló donde no debía de lo buena que había sido la cosecha. Lo que sus amos se habían enriquecido ese año y añadió, para rematar, que la casa de las grandes rejas era una de las más ricas de la huerta. Con ojos y oídos en todas partes, no resultó difícil que la noticia cruzase el Mediterráneo y nos arrastrase hasta allí.

Tras el recodo del camino apareció un grupo de personas. El impresionante gigante de piedra observó detenidamente como se le aproximaban como tantos habían hecho a lo largo de cuatro siglos. El esfuerzo de los propietarios de esas tierras, para salvaguardar sus vidas y las de sus labriegos, lo había construido. Piedra a piedra fue creciendo en altura, sillares para reforzar las esquinas, mampostería el resto y, para proteger la base, un talud que facilitaría la defensa. Posteriormente añadieron una gran casa. Su aspecto señorial lo engrandeció todavía más y unas impresionantes rejas en sus ventanas terminaron por dar nombre a la propiedad.

Todavía recordaba el primero de los ataques que había sufrido. Aquel día, los primeros rayos de sol no llegaron solos. El tañido de una campana cercana lo alarmó junto a toda la finca. 

— ¡Piratas! —alguien pronunció la palabra maldita.

Todos corrieron a buscar su refugio. Cada mañana, a esas horas, se sucedían bromas y risotadas entre los trabajadores y sus familias. Ese día enmudecieron. Uno a uno fueron pasando por la angosta puerta. El último la atrancó. No faltaba nadie, hubo suerte. Los golpes en la puerta se sucedían. Cada golpe aprisionaba un poco más el corazón de todos. No tuve conciencia del paso del tiempo, solo sé que terminó. La providencial llegada de las milicias desde la ciudad les hizo huir. Habían saqueado la finca pero no pudieron convertir en mercancía a hombres, mujeres y niños. 

Pasaron los años, las cosas cambiaron. Ya no tenía recuerdo cuándo se había producido el último ataque. Se habían ido espaciando en el tiempo hasta que simplemente se olvidaron. Ya no me necesitaban para refugiarse. Me convirtieron en granero, almacén, trastero… Tuve suerte, otras torres desaparecieron sin poder contar su historia, como si nunca hubiesen existido. Era un vestigio de otra época y otras gentes. Aunque de un tiempo a esta parte, la gente se me acerca con admiración y respeto. Me encanta escuchar sus comentarios cuando me ven y, de vez en cuando, hasta me fotografían.

—Es la Torre de Reixes, no hace falta que os diga porqué recibe ese nombre —comentó Antonio señalando los grandes ventanales de la casa adosada a la torre.

Unas impresionantes rejas enclaustraban y protegían sus ventanas. Todos los ojos se fijaron a la vez y todos descubrieron el escudo en la fachada. Inmediatamente se dio cuenta de lo que captaba nuestra atención. La experiencia de años en el arte de transmitir conocimientos le permitía anticiparse a nuestra curiosidad y satisfacerla. Era media mañana y nos había ganado a todos. Como un alquimista conocía la fórmula magistral para convertir la Historia en historia. Sí, con minúscula. La historia de la gente normal, la que vivía y moría en esas tierras, la que no sabía de grandes fastos ni riquezas, la que tenía miedo a las incursiones piratas, a las sequías, epidemias y mil penalidades más. 

—Se trata del escudo de la familia de los Talayero —siguió explicando Antonio—. Jaime Talayero Vallés fue propietario y capitán de las milicias que defendían la ciudad y su huerta de los ataques de los piratas berberiscos.

Así nos había ido comentando un sinfín de hechos y anécdotas en cada una de las torres que ya habíamos visitado. Intercalaba lo curioso con lo didáctico y de esta manera había tejido una telaraña que nos envolvía a todos. 

—La época de construcción de una torre se puede conocer por la forma de su base. Si es recta hablaríamos de la primera mitad del siglo XVI, si presenta talud sería de la segunda mitad, mientras que si tiene plinto sería del XVII —aclaró el profesor.

En ese momento encaminó sus pasos hacia la base de la torre y prosiguió su explicación. Seguramente esas palabras las habría repetido mil veces pero hacía que sonasen como si hubiesen nacido por primera vez y tuviesen como único destinatario a cada uno de nosotros. 

Sin esperarlo surgió la sorpresa. Podíamos visitar la torre. Un murmullo se extendió entre todos. El decirnos que podíamos entrar y el estar arriba de la torre fue todo uno. Convertida en restaurante hacía unos años, sus propietarios no ponían inconvenientes siempre que no interfiriera en sus quehaceres cotidianos.

La torre y la casa estaban restauradas. En los años cincuenta una radical transformación se había producido. El arquitecto Miguel López compró una vieja mansión dedicada a las labores agrícolas y la transformó en su residencia. Pero el espíritu que impregnaba la casa no se había perdido. En cada muro, en cada rincón, en cada peldaño, la casa seguía generando sosiego y paz.

—Al subir, estad atentos a la última planta de la torre —nos indicó el guía—. Fijaos en las paredes, están llenas de grafitis de barcos. Otras torres y casas también los tienen.

Atacamos el último tramo de escaleras y accedimos al exterior. El aire fresco penetró en mi cuerpo. Fue una sensación extraña. Era un aire cargado, antiguo, viciado. Como si alguien hubiese permanecido durante siglos respirándolo y, a la vez, vigilando el horizonte. Y como él escudriñé la vista que se me presentaba. Me fijé en el mar que nacía a la lejanía. Lo único que antes era un mar de agua, convertido ahora en un mar de ladrillos y cemento. 

Resuelta la dispersión que se había producido en el variopinto grupo, nos preparamos para el siguiente asalto, la Torre del Ciprés. Pisando asfalto, es lo que tiene el progreso, llegamos hasta ella. Nos esperaba. La belleza de su construcción eclipsaba la ruina y decadencia de la que estaba rodeada. A su lado, como fiel escudero una ermita. Alguno hubiese pensado que se empeñaban en competir por ver quién presentaba peor aspecto. 

—Dependiendo de la orientación del sol, hay veces que se puede ver en un sillar el año de construcción de la torre —indicó Antonio señalando la última hilera de sillares.


Treinta y pico pares de ojos se esforzaron por adivinar la cifra. Efectivamente, empezaron a aparecer, primero un 1, después un 5, seguido de un 6, para terminar con un 5. 

— ¡Papá! ¡Papá!, tiene 449 años — un repelente niño se apresuró a descubrirnos la edad de la torre.

Esa fue la última torre que visitamos. El hambre y el cansancio aceleraron la despedida. La desbandada fue general. En un abrir y cerrar de ojos ya no quedaba nadie. Me acerqué a uno de los sillares de la torre. Seguía inmutable con la responsabilidad de mantener en pie y vivo nuestro pasado. Quién sabe si lo haría eternamente. Al apoyar la mano noté por igual la frialdad de su superficie como el calor de su interior. Había acumulado tal gratitud de todos a los que había ayudado, que ahora ese mismo agradecimiento es el que transmitía a cualquiera que se acercase con afán de prestarle atención.

Y efectivamente mi vida cambió.


En memoria de Antonio Campos Pardillos, profesor de Historia y divulgador de las Torres de la Huerta de Alicante.

Autor: Juan López Sala